Por: Marcelo Trivelli Oyarzún.
Presidente Fundación Semilla.
Hace unos días, en la final de la Súper Copa 2024 disputada entre Colo Colo y Huachipato, el Estadio Nacional volvió a ser un lugar de violencia protagonizada por hinchas.
Se habla de la Garra Blanca como una organización estructurada, pero hace tiempo que dejó de serlo; hoy son la suma de individuos y pandillas que disputan liderazgo y reconocimiento entre sus semejantes.
Dejaron de existir estructuras fuertemente jerarquizadas como la Iglesia, la familia, la escuela o el sistema político que nos reprimían para someternos a sus valores y conductas.
Incluso las barras bravas dejaron de jugar un rol en alinear a sus miembros en torno a objetivos comunes al igual como fue la irrelevancia de los partidos políticos en el estallido social de 2019.
En este proceso de desestructuración de la sociedad, como señala Elsa Punset en su libro Brújula para Navegantes Emocionales “vivimos en un mundo que nos abruma con tentaciones y decisiones múltiples y tenemos que decidir en soledad, sin referentes claros, quiénes somos y por qué merece la pena vivir y luchar”.
Hemos abandonado la reflexión propia dando paso a definirnos, no por lo que somos, sino por lo que otros piensan de mí.
Era un mundo con más certezas que incertidumbre y pocos tenían el coraje de rebelarse.
Hasta hoy se escuchan testimonios como aquellos que añoran la disciplina punitiva con uso de la violencia como método para encausar a niñas, niños y jóvenes en la senda correcta.
Aún más, muchos adultos se atreven a aseverar que el uso de la fuerza física les fue útil para su vida de adulto, creyendo que dichas agresiones no les dejaron secuelas.
La principal y más relevante secuela es que esos adultos de hoy con las cicatrices del pasado se comportan de la misma manera como lo hicieron sus padres.
Dicho comportamiento, ya sea como madre, padre, docente o líder espiritual, político o comunitario es refractario con las nuevas generaciones que tienen más libertades en un mundo cargado de estímulos e información.
No es posible volver atrás ni pretender que se inserten en un sistema que no da respuesta a sus necesidades ni entrega herramientas para perseguir sus propios sueños; tampoco paralizarse ante esta nueva realidad. Insistir en ello sólo generará una sociedad más violenta en todas sus dimensiones.
La misma autora nos refuerza que debemos trabajar por un nuevo paradigma al señalar que con el avance de la neurociencia sabemos que “cada emoción reprimida dejará de manera sigilosa su impronta en nuestro comportamiento a través de patrones emocionales que deciden por nosotros, probablemente en contra de nuestros intereses. Conocer nuestras emociones representa, por tanto, la única manera de dominar nuestro centro neurálgico, llámese cerebro, conciencia o libre albedrío”.
El desafío consiste en encontrar cómo y dónde radicar la alfabetización emocional.
Al igual como en los siglos XVIII y XIX la enseñanza de leer y escribir y las operaciones matemáticas básicas se radicó en el Estado, el siglo XX, es el Estado quien debe asumir el liderazgo de la alfabetización emocional con sus estudiantes para cortar el espiral de la violencia.